Contemplar la Naturaleza

Al igual que el hombre prehistórico, cuando vamos creciendo en la primera infancia, pasamos de la autoreferencia al descubrimiento de lo distinto, tanto de las personas como cosas que nos circundan. En ese momento comienza a surgir una emoción que nos acompañará el resto de nuestras vidas: la admiración. Nos sorprendemos por las pequeñas hormigas que van formando un camino, el colorido de las flores llama la atención del niño, los diferentes animales le llevan a imitar sus sonidos o formas, y cómo describir el desconcierto que surge al escuchar los truenos, ver los relámpagos y sentir el sonido un temporal.

Luego, al crecer, vamos comprendiendo las razones científicas de las cosas, por lo que esa primera admiración puede dar paso a la costumbre. Así, el ser humano postmoderno comienza a asumir una complicada relación con la naturaleza, apropiándose del mandato dado por Dios en el Génesis de transformar la naturaleza (Cap. 1 y 2). Pero afirmo que es una relación complicada porque se puede tomar una de estas tres posiciones frente a la creación:

a)      La del hombre primitivo el cual diviniza la naturaleza, aplicándole las características de Dios a la creación. No es extraño esta visión en algunas espiritualidades de hoy, en las cuales se confunde lo creado con el Creador; para explicarlo con facilidad me serviré de un ejemplo: el artista y su obra. El artista pone todo su énfasis en imprimir a su obra un carácter propio, resultante de la expresión de sus sentimientos, ideas y lo más profundo de sí; por ello, ciertamente, podemos conocer algo del artista a través de su obra, pero no podremos jamás comunicarnos con él al hablar con el trabajo realizado. En otras palabras, la naturaleza es obra de Dios y nos permite conocer algunos de sus rasgos, pero en ningún momento la naturaleza es Dios.

b)      La del hombre moderno, quien coloca la naturaleza a su servicio sin respetarla. Esta visión lleva a una actitud destructiva del mundo que nos rodea, centrando al hombre en sí mismo sin tomar en cuenta que es parte del ecosistema.

c)      La del hombre contemplativo capaz de descubrir aquello trascendente que puede ser encontrado en un paisaje, el viento, la montaña, el mar, una bandada en vuelo, etc.

Es en este tipo de persona que deseamos convertirnos, aquéllos capaces de leer en la creación la voluntad del Creador. Pero para eso necesitamos sensibilizarnos: los estudiosos de las distintas artes no valoran igual la obra de un autor que la de otro; ¡cuánto mayor cuidado debemos tener nosotros que deseamos contemplar la obra del Autor del universo!

Por eso te propongo que en este tiempo comiences a afinar tu espíritu en actitud de descubrir las características de Dios. Para ello puedes seguir los siguientes pasos en tu oración, dedicando al menos 15 minutos al ejercicio, un par de veces a la semana.

  1. En un ambiente tranquilo, sin ruidos que te distraigan, busca una realidad de la naturaleza que desees contemplar (El Ávila, la playa, una flor, un árbol, algún animal, el vuelo de las nubes, la lluvia –sé creativo y participa de la creatividad de Dios).
  2. Tómate tu tiempo para “llegar” al encuentro con esa realidad. Deja fuera las preocupaciones y las grandes emociones (ellas serán útiles en otros ejercicios, pero no en este que es de contemplación de la naturaleza). Para eso, sentado cómodamente, con la espalda recta, cierra los ojos y repite varias veces la siguiente frase: “Señor, tú me has creado y también has hecho el universo, por eso te bendigo y te alabo”.
  3. Luego, consciente de esa presencia de Dios contigo que te ayuda a contemplar y explica la creación, abre tus ojos y quédate viendo la realidad de la naturaleza que has elegido. Deja fluir tus pensamientos libremente pero enfocados en el objeto: busca lo que tiene de perfecto y los defectos que pueda presentar.
  4. A partir del paso anterior, pregúntate: ¿Qué características del objeto quiso Dios que yo viera y lo identificara con Él? ¿Qué cosa me quiere decir Dios hoy?
  5. Agradece al Señor por este momento de encuentro rezando despacio un “Padre Nuestro”.
  6. Hazte consciente de terminar el encuentro haciendo la señal de la cruz.

Pienso que este ejercicio te puede ayudar lentamente a ser un contemplativo de la obra de Dios.

Rezar como Niños

Desde muy pequeños nuestros oídos escucharon de la boca de nuestros padres oraciones que al ir creciendo eran pronunciadas con mucho cuidado, repitiendo atentamente aquellas palabras dirigidas por los labios infantiles a Dios. Son rezos de niños, podríamos pensar, pero cuando recordamos en nuestra adultez aquellas oraciones seguramente se esboza una leve sonrisa en nuestros labios. De esta manera, la oración infantil comenzaba a hacer lo propio en nosotros: servir de modelo para confiar en Dios y hacerlo presente en nuestras vidas. ¡Qué inocencia y confianza encerraban aquéllas palabras! ¡Cuántos deseos verdaderos de ser acompañados por el ángel de la guarda, o entregar nuestro corazón a Jesús!.

¡Señor, enséñanos a orar!

Pero, ¿cuál es la oración que rezamos por excelencia? Indudablemente es el “Padre nuestro”, aquélla misma enseñada por Jesús a sus apóstoles cuando ellos le pidieron que les enseñara a orar. Así la jaculatoria que podemos repetir constantemente (“¡Señor, enséñanos a orar!), encuentra eco en la oración de Jesús. No quiero entrar aquí en las particularidades de esta oración tan rica y fundamental para todo cristiano, pero deseo hacer énfasis en que es una oración modelo, la cual al ser rezada nos va configurando con el mismo Jesús, haciéndonos hijos del Padre con él.

Aprender a orar es un camino largo y bastante arduo, por eso debemos comenzar de forma gradual memorizando las oraciones hechas por otros y luego rezarlas. Es como el niño pequeño que comienza a aprender “al caletre” cada frase del libro escolar para presentar su examen con conceptos bien precisos, pero al pasar el tiempo es capaz de integrar todos esos conocimientos de la memoria para hacer los propios.

Claro, el problema con la oración es que muchas veces nos quedamos en la etapa de rezar sin darle más sentido que una repetición de palabras, las cuales son dichas de forma rápida para cumplir o leídas con una misma entonación y ritmo, perdiendo de esta manera todo el sentido de cada frase. Otro problema es que, bajo el pretexto anterior, como ya el rezo no dice nada, se deja de lado y ni siquiera lo empleamos porque con ello perdemos cualquier espontaneidad posible. Pienso que ambas posiciones son erradas, puesto que en el primer caso ciertamente condenamos la comunicación con Dios a un monólogo árido en el cual la legalidad se hace dominante y rompe la novedad del Espíritu, mientras que en el segundo no damos la posibilidad al mismo Espíritu de hablar en la profundidad de nuestro corazón con aquellas antiguas palabras que están impresas en lo más íntimo de la propia alma.

Hay muchas oraciones que son utilizadas tradicionalmente para rezar. Y cuando uso este término, rezar, me refiero a repetir ya sea en voz alta o mentalmente oraciones escritas o aprendidas. Entre esas oraciones están los Salmos, el Padre Nuestro, el Ven Creador, el Alma de Cristo, el Ave María y otras muchas surgidas tanto de la religiosidad popular como de la pluma de grandes maestros de espiritualidad y de la liturgia oficial de la Iglesia. Las preferidas por los niños son aquellas dos enseñadas por nuestras madres a la hora de dormir: el Ángel de la Guarda (en sus diversas versiones) y aquélla que reza: “Jesusito de mi vida, eres niño como yo y por eso te quiero tanto que te doy mi corazón”.

Rezar como adulto

Para llegar a rezar como adulto debemos aprender primero a rezar como niños. Si bien el niño repite las palabras y las va aprendiendo, lo hace con gran cuidado. Pero posteriormente esas oraciones van adquiriendo otro sentido, más pleno, más profundo. ¿Qué le dice hoy a usted, amigo lector, la oración del Ángel de la Guarda? ¿O cómo adaptaría aquél Jesusito de mi vida al momento actual de su vida?

Rezar no es simplemente repetir palabras, sino actualizarlas haciéndola vida en la cotidianidad. Así en los momentos difíciles de la vida, cuando no sabemos qué más decirle a Dios ni cómo hablarle, la oración rezada se convierte en verdadera tabla de salvación donde reencontramos la vía de encuentro con el Padre. Es más, el mismo Jesús en su momento de mayor soledad, clavado en la cruz, también ha rezado el salmo 22: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”.

Por otra parte, rezar repetidamente una oración va penetrando nuestro intelecto y se incrusta en el alma de forma tal que la misma oración ejerce un efecto de conversión radical en cualquier momento de nuestra vida. Esa es la dimensión del rezo del adulto, ser capaz de entrar en contacto con el Padre a través de la repetición pausada de las palabras dichas o saberse partícipe del misterio rezado en el rosario al acompañarse de cada Ave María. Por eso te invito a entrar en la apasionante aventura de rezar nuevamente como niño saboreando aquello que Dios te quiere decir a través de tus propias palabras.

¡Ay, Dios mío!

La semana pasada comentábamos sobre la importancia del emisor, el receptor y el mensaje en nuestra oración. En esta ocasión nos detendremos en una forma particular de mensaje a Dios, utilizado por todos nosotros y muchas veces hasta de forma inconsciente; se trata de las jaculatorias.

Muchas veces vamos caminando y surge un suspiro seguido por las siguientes palabras: ¡Dios mío!. Ésa es una jaculatoria, es decir, una frase muy breve que se repite en cualquier momento con gran fervor para recordarnos la realidad de aquel Trascendente en nuestra vida cotidiana. Pero, ¿son estas jaculatorias una oración? Podemos afirmar sin ningún temor que las jaculatorias o son oración o se convierten en blasfemia, pero nunca son neutras.

Me explico. Una jaculatoria es oración cuando realmente nos recuerda la presencia de Dios en nuestra vida; para ello debe ser dicha:

  1. Con un sentido creyente que puede ir desde la súplica hasta el reclamo;
  2. En un breve momento de alto en el camino, así sea de unos poquísimos segundos;
  3. Consciente o inconscientemente, pero siempre dirigida a Dios o invocando la intercesión de los santos.

Por esto podemos decir que la jaculatoria es la forma de oración más sencilla pero a la vez es intensa. Surge de la profundidad del ser humano y lo impregna de sentimiento religioso. Muestra las creencias religiosas que se han arraigado en la persona y cómo es su relación con Dios. Por eso, desde un  ¡Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío! hasta un reconocer el don dado por Dios a nuestra buena Madre teniéndola como ejemplo expresado en la sencilla frase ¡Ave María Purísima, sin pecado original concebido!, las jaculatorias nos mueven salir de la auto referencia para encontrar a Dios como el eje de nuestra vida.

No es novedad cristiana esto de las jaculatorias. Ya lo plantea el libro del Deuteronomio cuando enseña el Shema Israel (escucha Israel), la ley fundamental hebrea: “Escucha, Israel: Yavé, nuestro Dios, es el único Dios (…) Graba en tu corazón los mandamientos que yo te entrego hoy, repíteselos a tus hijos, habla de ellos tanto en casa como cuando viajes, cuando te acuestes y cuando te levantes, grábalos en tu mano como una señal y póntelos en la frente para recordarlos, escríbelos en los postes de tu puerta y a la entrada de tus ciudades” (Dt 6, 4.6-9). Repetir constantemente esta ley, recordaba al pueblo de Israel la presencia continua de Dios. Lo mismo es para nosotros los cristianos.

Pero ¡atención con tomar el nombre de Dios en vano! Para nuestra cultura venezolana, éste no es un gran riesgo debido al respeto que siempre ha existido hacia la divinidad de Dios, sin embargo, en la lengua española existen muchas expresiones que se toman como jaculatorias, pero al ser blasfemias no se usan para bendecir o entrar en un contacto con Dios, sino para ridiculizarlo, expulsarlo de la vida humana, tomando como un juego el nombre sagrado, así como decían aquellos fariseos a Jesús crucificado: “Ha puesto su confianza en Dios; si lo ama, que lo libere” (Mt 27,43ª). Cuando el mensaje no va dirigido al receptor apropiado, pierde su fuerza y su sentido, desvirtuándose por completo la esencia del mismo; así, si la jaculatoria no tiene a Dios como receptor, se transforma en otra cosa distinta a su intención original.

La fuente de las jaculatorias no es solamente la piedad popular, en la cual encontramos riquísimas expresiones de amor a Dios, sino también la Biblia y la liturgia. Cada domingo rezamos en la misa el estribillo del salmo responsorial, éste es una jaculatoria que nos remite rápidamente a un aspecto de Dios y a una oración realizada por toda la comunidad eclesial. Si tomáramos cada semana esa frase como nuestra breve y fuerte referencia a Dios en lo cotidiano, podríamos tener un gran repertorio interiorizado, grabado en nuestro corazón, para saber qué palabras usar en el momento apropiado. Desde el conocido “el Señor es mi pastor, nada me falta”, hasta el salmo recitado por Jesús en la cruz “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”, encontramos variedad de frases cortas que son capaces de expresar la profundidad del alma. O si preferimos, podemos tomar aquellas palabras que encontramos en el Nuevo Testamento, como las de Tomás “Señor mío y Dios mío”, o las de María “Hágase en mí según tu Palabra”. Lo importante es dejar que esas expresiones salgan de nuestro corazón y se conviertan en una breve e intensa oración momentánea, recordando que el Señor siempre está con nosotros.

Comunicación con Dios

Una regla básica de cualquier teoría de la comunicación son los componentes de ésta, es decir, está formada al menos por un transmisor, un mensaje y un receptor. Es muy fácil hacerse la idea de todo esto si pensamos en el ejemplo cotidiano de la radio: allí tenemos un transmisor que es el locutor, el cual nos da un mensaje compuesto en este caso por un conjunto de palabras (algunas veces con sentido, otras carentes de él) y muchos receptores que son los oyentes del programa radial. Sin querer banalizar nuestra relación con Dios, podemos afirmar que la forma como nos comunicamos con Él sigue las reglas básicas de la comunicación.

Pero a pesar de que Dios también se comunica con el hombre, nos centraremos en esta ocasión nada más en el primer intento del hombre de comunicarse con Dios, es decir, cuando surge el deseo y la curiosidad de chatear con el Señor. Y nos centramos en este esquema, porque cuando comenzamos a “hablar con Dios” nos dedicamos nada más a expresarnos frente a Él, como cuando encontramos a un amigo a quien no vemos desde hace mucho tiempo y nos preocupamos por contarle nuestras aventuras.

El transmisor

Al hablar de la comunicación unidireccional, es decir de nosotros a Dios, el transmisor se refiere a nosotros mismos. Claro que la idea de buscar a Dios no es original nuestra, pero como el quinceañero que se lanza a la conquista de la chica, nosotros también pensamos que hemos sido los primeros en ver nuestro objetivo (cuando en realidad somos quienes respondemos a señales sutiles que buscan la comunicación).

Así como buenos transmisores, debemos definir una estrategia para que el mensaje llegue de la mejor manera posible. En radio, el locutor debe cuidar las tonalidades de la voz; en televisión, el animador debe preocuparse por la imagen, gestos, voz…; en los medios escritos por la claridad del mensaje y las palabras usadas; en la oración…
En la oración el orante debe ¡dejar las preocupaciones de lado! Pero cuidar algunos aspectos ayudará (sería interesante pensar en las conversaciones que se tienen con los amigos y cómo se cuidan esos aspectos):

  • Aspectos externos: es el ambiente en el cual se desea el encuentro con Dios: el templo, la habitación, el bus…; ambiente musical, silencio, con el cantar de las aves…; horario para la facilidad del encuentro. Son todos aquellos aspectos que están fuera de mí y pueden facilitar o entorpecer mi tarea de transmisor.
  • Aspectos internos: tensiones interiores, vivencias previas, disposición física, intelectual y espiritual, los ánimos y movimientos del ser…
  • La posición física: caminando, cómodamente sentado (en silla, piso, banco…), de rodillas, en posición de petición o súplica…

El mensaje

Es muy importante estar claros de aquello deseado en el encuentro con Dios y, de acuerdo a ello, se establecerá la forma del mensaje. En la oración no solamente valen las palabras, sino que son útiles los gestos, el quedarse en el vacío, el contemplar… Así mi mensaje para Dios podrá ser de contemplación, alabanza, petición, contar la propia historia, rezar, repetir una letanía, orar… en fin, son muchos los contenidos y formas que puede tener mi mensaje para Dios. Pero eso sí, debo eliminar de mi cabeza un cliché típico: ¿Qué le puedo decir a Dios si él lo sabe todo?. Él puede saberlo todo pero quiere que yo me comunique con Él, quiere escucharlo con mis gestos, con mis palabras, con mi ser.

El receptor

Tenemos que estar claros en la persona a quién nos dirigimos. No es el pana o el amigo de bonches. Es el mismo Dios, que entregó a su Hijo por nosotros, que nos creó, nuestro Señor. Eso nos ubica con respecto a Él y también nos lleva a estudiar a la persona a quien nos dirigimos, a hacer nuestro estudio de mercadeo con la diferencia de que aquí nosotros mismos somos el transmisor, el producto y el mensaje.

¡Dios, S.O.S!

Perdidos por la vida…

 En este tiempo del año, en Roma –ciudad que me albergó durante dos años- se comienza a ver a los turistas parados en las diversas esquinas, con sus característicos planos de la ciudad, buscando caminos para llegar al lugar deseado. Eso me ha recordado a tantas personas que, en diversas etapas de la vida, se detienen para pensar dónde van.

Como aquel turista, hay quienes van por la vida sin ningún plano que les dirija por la ciudad desconocida, otros llevan costosos planos detallados, algunos caminan con un pequeño dibujo que no tiene el nombre de gran cantidad de calles, muchos van acompañados de guías turísticos e incluso hay quien se equivocó de plano y ¡sacó de la maleta la guía de otra ciudad!.

Lo cierto es que todos, en determinado momento de la vida, nos detenemos ante las encrucijadas para ver por dónde continuamos. El primer momento en el cual se ve claramente esa necesidad de definir el camino es la adolescencia; allí preguntamos, decidimos una vía, regresamos por otra, conseguimos guías, soñamos con el futuro…

Sí, la vida es un pasaje por una ciudad desconocida llamada historia. Y cuando nos damos cuenta de ello, lo primero que hacemos es pararnos para definir a dónde queremos ir. Algunas veces encontramos calles cerradas y debemos ir por otro lado, pero si la meta final está clara, caminaremos sabiendo que cada vez estaremos más cerca de ella.

En otro momento nos detendremos para ver a nuestro alrededor y escoger a los compañeros de viaje; es cuando decidimos cuál será nuestro estilo de vida y con quien vivirlo: noviazgo y matrimonio o noviciado y profesión de votos o soltería. En ocasiones tardamos en encontrar a los compañeros adecuados, otras los conseguimos con gran facilidad. Algunos están claros en el lugar final donde desean andar y van juntos, pero a otros les falta esa claridad y en alguna otra encrucijada descubren que desean llegar a lugares distintos y se separan.

Y ahora, ¿quién podrá ayudarme?

Pero volvamos a nuestro turista parado en la esquina, dudoso de preguntar, con un plano difícil de entender y –para completar- sin conocimiento del idioma. Quien haya vivido esa experiencia, sabe que la primera vez es terrible y se siente la desesperación de encontrarse perdido. Aquél que ha experimentado lo mismo en la vida –es decir, detenerse solo, sin saber qué hacer con su vida- también conoce el sentimiento de desolación total, sin respuestas válidas para actuar o continuar con la propia existencia. Es en ese momento en el cual surge un grito casi desesperado del alma: ¡Dios mío! ¡Ayúdame!

Las oraciones propuestas por la Iglesia desde tiempos primitivos para todos los cristianos, es decir los “laudes” y “vísperas”, comienzan con un grito desde lo más profundo de la existencia: ¡Dios mío, ven a salvarme!, y la respuesta de la asamblea se convierte en una amplificación de ese grito: ¡Señor, date prisa en socorrerme!

Él, el Dios de la Vida, es nuestro auxilio. A él dirigimos un fuerte S.O.S. para que se apure y envíe refuerzos para poder continuar nuestro camino por la historia. Esa es la oración diaria del hombre postmoderno y de todos los tiempos; es la necesidad de respuestas claras que confirmen nuestro caminar. Él es el único que nos puede ayudar a descubrir cuál es la vía correcta para alcanzar la plenitud.

Pero, ¿cómo podemos entendernos con Dios si lo único que sabemos de su código Morse es transmitir tres puntos, tres rayas y tres puntos (S.O.S.)? ¿Cómo continuar la comunicación con este Dios que nos invita a estar con Él?

Facilitarte métodos y colaborar contigo en el ajustar la frecuencia de tu transmisión del S.O.S. a Dios es el objetivo de esta sección; así podremos dar respuestas válidas a las interrogantes que se manifiestan ante la incertidumbre de la encrucijada. Para ello compartiremos las dificultades presentadas en nuestra oración y diversas formas de hablar con Dios, acudiendo a la experiencia de tantos que han transitado estas calles de la vida espiritual antes que nosotros, o alguna otra inquietud que tengas sobre tu vida con Dios y desees compartirnos para  buscar juntos respuestas.

Sin más, te invito y animo a gritar juntos ¡Dios! ¡Ayúdanos!

Carta al Niño Jesús

Caracas, 24 de diciembre de 2011

Querido Niño Jesús:

Hoy, como hago todos los años desde que era niño, te escribo mi carta de Navidad. En esta ocasión, deseo pedir tu luz, la misma que iluminó a los magos, para poder acercarme un poco más al misterio de la encarnación; sí, a tu misterio: eres Dios que se hace hombre, instalando su tienda para habitar en medio de nosotros.
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Carta al Niño Jesús

Niño Jesús

Caracas, 24 de diciembre de 2010

Querido Niño Jesús:

Hoy, como todos los años, te escribo esta carta en la cual, al igual que cuando era niño preparándome para la fiesta de tu nacimiento, te expreso mis deseos. Sin embargo, hoy también quiero redescubrirte en el pesebre de mi vida, para que pueda acogerte en la pequeñez de mi corazón.

Lamentablemente, nos pilla este tiempo de fiesta en un ambiente complicado: los embates de la naturaleza han dejado a miles de familias venezolanas sin hogar, tal y como sucedió también hace diez años, aunque en esta oportunidad ha sido menos trágica que en aquel entonces; por otra parte, también encontramos una situación política en la cual la división y la siembra de odio se convierten en herramientas comunes para lograr objetivos personales (y no hablo solamente de la política nacional, sino también de las relaciones interpersonales); tampoco podemos olvidar una situación económica que, tanto a nivel mundial como en nuestro país, pareciera estar favoreciendo una distribución injusta de los bienes, amparada bajo un esquema de violencia y muerte, en lugar de buscar la creación de una economía de fraternidad que favorezca la vida. Continue reading Carta al Niño Jesús

La Política como Vocación

Los distintos documentos de la Iglesia hablan de la vocación del laico como la santificación del mundo y sus estructuras. Tal vez dicho así, de sopetón, suene muy lejano a la propia realidad. Pero comencemos por explicar someramente cada uno de los términos de la primera frase para comprender que tiene mucha relación con el lector de esta página.

La definición más sencilla de laico afirma: laico es todo bautizado que no ha accedido a las órdenes sagradas. O dicho de manera coloquial: es todo bautizado que no es sacerdote. Por lo tanto, si usted que lee estas líneas es laico, entonces su misión fundamental consiste en santificar el mundo. Continue reading La Política como Vocación