Me prometes, Señor, ver tu obra en mí y a mi alrededor; los frutos de tu gracia no tardarán en mostrarse, pero para ello debo confiar en ti y dejar en tus manos cualquier sufrimiento que pueda existir en mi vida, escuchando tu voz que suavemente me guiará por el verdadero camino de la salvación. No es fácil, ciertamente. Pero la recompensa de la fidelidad a tu Palabra es inmensa: lo imposible se hará vida y tú mismo vendarás las heridas de tu pueblo y sanarás sus llagas.
Por esto, debo ser consciente de esas dificultades que están en mí, para ofrecértelas a ti y dejar que tú seas el médico de mi vida. Como quien sufre en el tiempo de espera para dar a luz, así es la vida de quien desea gestar el Reino de Dios. Mi esfuerzo no será en vano, aunque así parezca, si está orientado a hacer tu voluntad; los frutos sé que serán sustanciosos y abundantes, aunque no comprenda las exigencias de tu fidelidad. Por eso, hoy quiero volver a cerrar los ojos y a confiar en que tú harás fructíferos todos mis esfuerzos por construir un mundo mejor, de justicia y paz.
¿Cuáles son los dolores que surgen en mí al luchar por construir el Reino de Dios? ¿Cuáles son los frutos que Dios mismo va haciendo surgir de mi trabajo por él? ¿Cuáles son los signos de mi fidelidad y los de la sanación que Dios me regala?
¡Dame, Señor, fuerzas para esperar los frutos de tu Reino que ya viene!