La esperanza mesiánica me invita a no defraudarme. Tú, Señor, me has prometido que vendrás a salvarnos; por eso, aunque vea a mi alrededor desesperación y oprobio, aunque existan motivos para dejarse en manos de la tristeza, aunque la violencia reine en nuestro pueblo… aunque todas estas cosas sucedan, tu Palabra es más fuerte que esos males y se ha encarnado.
¡Aquí está nuestro Dios! Podemos gritar en cada Eucaristía y al encontrarnos con cada bautizado. ¡Aquí está nuestra salvación! Debe ser nuestro aleluya glorioso, a pesar de ser llamados a pasar por la cruz y su dolor natural, porque nuestro Dios nos ha prometido que su mano se posará sobre nosotros y nos curará.
Por eso, en este tiempo de adviento, en el cual me presento ante ti tal y como soy, Señor, no puedo llorar. Es tiempo de alegría, de gaita, de hallacas y beisbol. Es tiempo de hacernos como niños para esperarte en el pesebre, pero sobre todo para encontrarte en la vida. Es tiempo de gozar la salvación que nos regalas, un gozo mucho más profundo que cualquier otro, una alegría más portentosa que la de millones de cohetes. Porque tú, Señor, me das la esperanza y me sigues salvando.
¿Cuáles son aquellas cosas de las que me salva el Señor? ¿Realmente vivo el don de su salvación? ¿Vivo con el gozo de su gracia? ¿Permito que su mano se pose sobre mí para sanarme? ¿Es mi vida una fiesta gozosa donde se puede encontrar la presencia del Señor?
¡Dame, Señor, tu alegría eterna!